La Antigua Atenas, al igual que la mayor parte de la Grecia Antigua (a excepción tal vez de Esparta), fue una sociedad con notables tintes misóginos. Y sin embargo, una de las grandes paradojas es que posiblemente los mejores personajes femeninos de ficción que ha dado el arte, los más complejos, los más fascinantes y mejor escritos, pertenecen de lejos al teatro ateniense.
Más sorprendente si cabe es saber que esos personajes femeninos eran interpretados por y para hombres. Las mujeres tenían vetada la entrada a los teatros, los actores sólo podían ser hombres (con máscaras eso sí) que interpretaban para una audiencia compuesta exclusivamente de hombres.
Y es que los atenienses sentían verdadera pasión por los conflictos, y el conflicto entre sexos siempre fue uno de los temas recurrentes. Si a eso le añadimos el gusto por la retórica y la persuasión, el sofismo en su máxima degradación, cualquier personaje debía tener sus razones y motivaciones lo bastante poderosas como para obrar justificadamente y que el espectador pudiera empatizar con ellos.
Así se daba la paradoja; mientras que en la calle los hombres atenienses abogaban porque las mujeres fueran discretas y simplemente no dieran que hablar, dentro del teatro vibraban ante personajes de mujeres forzadas a desatar sus pasiones.
Es cierto que también había ejemplos de personajes femeninos intachables, como Alcestis en la obra homónima de Eurípides, una mujer que sacrifica todo por su marido y encima del escenario es poco menos que un fantasma que se tiene todo el rato de pie, muda y sin llamar la atención. Pero no menos cierto es que aquellas mujeres que han quedado grabadas en la imaginación popular de los siglos posteriores han sido más que nadie las Clitemnestras, las Antígonas, las Medeas, ...
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